Quiero habitar mi cuerpo porque el me acompañará todo el tiempo. Es lo único seguro. Es un lugar en el que estoy, es completamente una certeza, y por su misma materialidad permito que los demás me identifiquen. También yo me identifico con esta fachada de piel.
Considero mi cuerpo una casa, porque en el vivo. No me puedo salir de él, me guste o no, habitarlo es mejor a simplemente asumir que viviré en el sin generar ningún tipo de cariño.
Para mí hablar del cuerpo significa también hablar de identidad, porque gran parte de cómo soy ahora es también por tener un cuerpo femenino.
Al crecer con un hermano apenas unos meses mayor, esa sensación de que hay cosas que él hace y es, y otras que yo hago y soy, es no solamente por distintos intereses en la vida, sino también porque él es hombre y yo no.
Por ejemplo, se espera de mí que sea esbelta, grácil. Pero para esos estándares no lo soy. No lo soy por muchas cosas, pero, se piensa a veces que es por cómo como y qué.
Y mi cuerpo también es lo que como.
No, por favor, no crean que mi siguiente oración será que mi cuerpo es mi templo porque no. Es una casa. Porque en las casas se construye afecto, porque las casas tienen estructuras defectuosas, fachadas que cambian, y sobre todo: en las casa también cabe lo profano.
Cabe, en el mejor de los casos, lo que se desea.
Pretendo construir de mi cuerpo una casa, y no un mero vividero.
Porque al final, no puedo escaparme de mis huesos, ni de mi carne, ni de mi piel.

Entonces aparece la imagen de las tortugas, porque llevan consigo su casa. Además su caparazón es tan antiguo como sus ancestros, es, en cierta medida una cosa que heredan pero que apropian. Me siento similar a ellas porque mi cuerpo, y mi cara parecen los de mi abuelita.